jueves, 27 de diciembre de 2012

El Soldadito de Plomo


 
El Soldadito de Plomo
Había una vez un juguetero que fabricó un ejército de soldaditos de plomo, muy derechos y elegantes. Cada uno llevaba un fusil al hombro, una chaqueta roja, pantalones azules y un sombrero negro alto con una insignia dorada al frente. Al juguetero no le alcanzó el plomo para el último soldadito y lo tuvo que dejar sin una pierna.

Pronto, los soldaditos se encontraban en la vitrina de una tienda de juguetes. Un señor los compró para regalárselos a su hijo de cumpleaños. Cuando el niño abrió la caja, en presencia de sus hermanos, el soldadito sin pierna le llamó mucho la atención.
El soldadito se encontró de pronto frente a un castillo de cartón con cisnes flotando a su alrededor en un lago de espejos.

Frente a la entrada había una preciosa bailarina de papel. Llevaba una falda rosada de tul y una banda azul sobre la que brillaba una lentejuela. La bailarina tenía los brazos alzados y una pierna levantada hacia atrás, de tal manera que no se le alcanzaba a ver. ¡Era muy hermosa!

"Es la chica para mí", pensó el soldadito de plomo, convencido de que a la bailarina le faltaba una pierna como a él. Esa noche, cuando ya todos en la casa se habían ido a dormir, los juguetes comenzaron a divertirse. El cascanueces hacía piruetas mientras que los demás juguetes bailaban y corrían por todas partes.

Los únicos juguetes que no se movían eran el soldadito de plomo y la hermosa bailarina de papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De repente, dieron las doce de la noche. La tapa de la caja de sorpresas se abrió y de ella saltó un duende con expresión malvada.

-¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito siguió con la mirada fija al frente.

-Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana -anunció el duende.

A la mañana siguiente, el niño jugó un rato con su soldadito de plomo y luego lo puso en el borde de la ventana, que estaba abierta. A lo mejor fue el viento, o quizás fue el duende malo, lo cierto es que el soldadito de plomo se cayó a la calle.

El niño corrió hacia la ventana, pero desde el tercer piso no se alcanzaba a ver nada.

-¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó el niño a la criada. Pero ella se negó, pues estaba lloviendo muy fuerte para que el niño saliera. La criada cerró la ventana y el niño tuvo que resignarse a perder su juguete.

Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la lluvia. Fueron ellos quienes encontraron al soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil clavado entre dos adoquines.

-¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de los chicos. Llovía tan fuerte que se había formado un pequeño río por los bordes de las calles. Los chicos hicieron un barco con un viejo periódico, metieron al soldadito allí y lo pusieron a navegar.

El sodadito permanecía erguido mientras el barquito de papel se dejaba llevar por la corriente. Pronto se metió en una alcantarilla y por allí siguió navegando.

"¿A dónde iré a parar?" pensó el soldadito. "El culpable de esto es el duende malo. Claro que no me importaría si estuviera conmigo la hermosa bailarina."

En ese momento, apareció una rata enorme.

-¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame el peaje.

Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada para detenerse. El barco de papel siguió navegando por la alcantarilla hasta que llegó al canal. Pero, ya estaba tan mojado que no pudo seguir a flote y empezó a naufragar. Por fin, el papel se deshizo completamente y el erguido soldadito de plomo se hundió en el agua. Justo antes de llegar al fondo, un pez gordo se lo tragó.

-¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el soldadito de plomo-. ¡Mucho más oscuro que en la caja de juguetes!

El pez, con el soldadito en el estómago, nadó por todo el canal hasta llegar al mar. El soldadito de plomo extrañaba la habitación de los niños, los juguetes, el castillo de cartón y extrañaba sobre todo a la hermosa bailarina.

"Creo que no los volveré a ver nunca más", suspiró con tristeza. El soldadito de plomo no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin embargo, la suerte quiso que unos pescadores pasaran por allí y atraparan al pez con su red.

El barco de pesca regresó a la ciudad con su cargamento. Al poco tiempo, el pescado fresco ya estaba en el mercado; justo donde hacía las compras la criada de la casa del niño. Después de mirar la selección de pescados, se decidió por el más grande: el que tenía al soldadito de plomo adentro.

La criada regresó a la casa y le entregó el pescado a la cocinera.

-¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera.

Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a preparar el pescado para meterlo al horno.

-Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de sorpresa, sacó al soldadito de plomo.

La criada lo reconoció de inmediato.

-¡Es el soldadito que se le cayó al niño por la ventana! -exclamó.

El niño se puso muy feliz cuando supo que su soldadito de plomo había aparecido. El soldadito, por su parte, estaba un poco aturdido. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente, se dio cuenta de que estaba de nuevo en casa. En la mesa vio los mismos juguetes de siempre, y también el castillo con el lago de espejos. Al frente estaba la bailarina, apoyada en una pierna. Habría llorado de la emoción si hubiera tenido lágrimas, pero se limitó a mirarla. Ella lo miraba también.

De repente, el hermano del niño agarró al soldadito de plomo diciendo:

-Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una pierna. Además, apesta a pescado.

Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba al soldadito de plomo al fuego de la chimenea. El soldadito cayó de pie en medio de las llamas. Los colores de su uniforme desvanecían a medida que se derretía. De pronto, una ráfaga de viento arrancó a la bailarina de la entrada del castillo y la llevó como a un ave de papel hasta el fuego, junto al soldadito de plomo. Una llamarada la consumió en un segundo.

A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar la chimenea. En medio de las cenizas encontró un pedazo de plomo en forma de corazón. Al lado, negra como el carbón, estaba la lentejuela de la bailarina.


 Hans Christian Andersen

Manzanita




                                                  LA MANZANITA 


Cuando llegaron las grandes, olorosas y sonrosadas manzanas del Norte, la Manzanita criolla se sintió perdida.

—¿Qué voy a hacer yo ahora –se lamentaba–, ahora que han llegado esas manzanas extranjeras tan bonitas y perfumadas? ¿Quién va a quererme a mí? ¿Quién va a querer llevarme, ni sembrarme, ni cuidarme, ni comerme ni siquiera en dulce?

La Manzanita se sintió perdida, y se puso a cavilar en un rincón. La gente entraba y salía de la frutería. Manzanita les oía decir:

—¡Qué preciosidad de manzanas! Déme una.

—Déme dos.

—Déme tres.

Una viejecita miraba con codicia a las brillantes y coloreadas norteñas; suspiró y dijo:

—Medio kilo de manzanitas criollas, marchante; ¡que no sean demasiado agrias, ni demasiado duras, ni demasiado fruncidas!

La Manzanita se sintió avergonzada, y empezó a ponerse coloradita por un lado, cosa que rara vez le sucedía.

Y las manzanas del Norte iban saliendo de sus cajas, donde estaban rodeadas de fina paja, recostadas sobre aserrín, coquetonamente envueltas en el más suave papel de seda. Habían sido traídas en avión desde muy lejos, y todavía parecían un poco aturdidas del viaje, lo que las hacía aún más apetitosas y encantadoras.

—A mí me traen en sacos, en burro, y después me echan en un rincón en el suelo pelado… –cavilaba Manzanita, con lágrimas en los ojos, rumiando su amargura.

Estaba cada vez más preocupada. Aunque a nadie había dicho palabra de sus tribulaciones, las otras frutas, sus vecinas, veían claramente lo que le pasaba; pero tampoco decían nada, por discreción. Hablaban del calor que hacía; de la lluvia y el sol; de los pájaros, los insectos y la tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las gentes que entraban o salían de la frutería, en tanto que la pobre Manzanita se mordía los labios y se tragaba sus lágrimas en silencio.

Ya las norteñas se acababan, se agotaban; ya el frutero traía nuevas cajas repletas, con mil remilgos y cuidados, como si fueran tesoros que se echaba sobre los hombros. La Manzanita no pudo aguantarse más.
—Señor Coco… –llamó en voz baja, dirigiéndose a uno de sus más próximos vecinos, un señor Coco de la Costa, que estaba allí envuelto en su verde corteza.

—Usted que es tan duro, señor Coco –repitió Manzanita con voz entrecortada y llorosa–; que a nada le teme; que se cae desde lo alto de los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar, son las piedras las que lloran si usted les cae encima…

Esto ofendió un tanto al buen señor Coco, el cual creyó necesario hacer una aclaratoria, poniendo las cosas en su puesto.

—Es cierto que soy duro –explicó–, pero eso no quiere decir que no tenga corazón. Es mi exterior, que es así. Por dentro soy blando, tierno y suave como una capita de algodón.

—Es lo que yo digo, señor don Coco –se apresuró a conceder la Manzanita–. Yo sé que su agua es saladita como las lágrimas, y que eso viene de su gran corazón que usted tiene.

—Así es –asintió el buen Coco, satisfecho–. ¿Y qué quería usted decirme, amiga Manzanita? ¡Estoy para servirle!

—Ya usted se habrá fijado –dijo la Manzanita, conteniendo a duras penas sus sollozos– en lo que está pasando aquí en la frutería. Esas del Norte, ¡esas intrusas! ocupan la atención de todo el mundo, y todos las encuentran muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!… –y la pobre Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.

El Coco no hallaba qué hacer ni qué decirle a Manzanita. Viendo esto otra vecina, se acercó pausadamente para tratar de consolarla.
—¡Ay, señora Lechosa! –gimió Manzanita echándole los brazos al cuello–. ¡Qué desgracia la mía!

—Cálmate, Manzanita, cálmate –le decía maternalmente la Lechosa (que era una señora Lechosa bastante madura y corpulenta).
Volviéndose hacia otro de los vecinos, con los ojos húmedos –tan blanda así era–, preguntó la Lechosa:

—¿Qué me dice usted de esto, señor Aguacate? ¿No comparte el dolor de Manzanita? ¡Usted, que parece una lágrima verde a punto de caer!

—¡Ay, cómo no, señora Lechosa! –se apresuró a decir el Aguacate, rodando ladeado hasta los pies de Manzanita–. Mi piel puede ser dura y seca, pero por dentro me derrito como mantequilla.

En esto se desprendió un Cambur de uno de los racimos que colgaban del techo, y fue a caerle encima a la Guanábana. Pero la Guanábana no se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse cuenta de lo sucedido; es tan buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen por fuera, son tiernas a tal punto que un bebé puede aplastarlas con la yema de su dedito. Pero la Naranja también había acudido a consolar a Manzanita, y se puso amarilla de rabia –amarilla como un limón.

—Esos Cambures… –dijo desdeñosamente–. Siempre cayéndole a una encima.

—¿Qué se habrá creído la Naranja? –refunfuñó el Cambur–. Nada más que porque es redonda y amarilla, ya se cree el Sol.

La Naranja se puso aún más encendida, como fuego.

—Nosotros somos tan amarillos como ustedes –le gritó un contrahecho Topocho pintón.

—Yo también soy amarillita –murmuró la Pomarrosa dentro de una cesta.

—Sí, sí, amarilla –rieron los Nísperos–, pero hueles demasiado, te echaste encima todo el perfume.

—No les hagas caso, Pomarrosa –le dijo al oído la Parcha–. Ésos parecen papas; están envidiosos de tu color, y porque no huelen tanto como tú.

La Parcha Granadina, la señora Badea, había llorado también, y tenía la redonda cara más lisa y lustrosa que de costumbre.

—Oiga, señora Parcha –le dijeron unos Mamones–, ¿por qué no le pide prestada su pelusilla al Durazno, y se la unta en la cara para que no se vea tan lustrosa?

—Pues a mí –dijo de repente, cuando menos se esperaba, un grueso señor Mamey–, a mí no me importa lo que le pase a Manzanita. Al fin y al cabo, esas son cosas de ella, un pleito de familia entre Manzanas. No hay que ocuparse más de esa llorona. ¡Mocosa!

Estas palabras del Mamey causaron un momentáneo desconcierto.

Miráronse las frutas unas a otras, con aire perplejo. Fue el eminente señor Coco quien, reponiéndose el primero de la sorpresa, tomó al fin la palabra.

—No, amigo Mamey –dijo sosegadamente el Coco–; yo creo que sí tenemos que ayudarla. Oiga usted, amigo –añadió bajando significativamente la voz y echando una rápida ojeada alrededor–, no sabemos lo que puede suceder mañana; ¿qué sé yo?, ¿qué sabe usted? ¡Un día de éstos pueden comenzar a llegar también Cocos del Norte, Lechosas del Norte, Aguacates del Norte, Guanábanas del Norte, Mamones, Mangos, Tunas, Guayabas, Nísperos, Parchas, Mameyes del Norte! Sí, señor, óigalo bien, señor Mamey: ¡Mameyes del Norte! ¿Y qué será entonces de nosotros? ¿De usted y de mí? ¿Y de nosotros todos?… ¡Nos quedaremos chiquiticos, frunciditos, encogiditos y apartaditos, como le pasa hoy a Manzanita!
El rechoncho Mamey no palideció por esto; para sus adentros, se puso aún más amarillo, aunque siguió siendo marrón por fuera. Las ideas expuestas por el Coco, a las claras denotaban su elevación nada común.

En los cocales, en efecto, se mueve él a grande altura sobre el nivel del suelo; por esto se supone –o supone él– que ya desde muy lejos ve venir los acontecimientos, los peligros, y es por eso el más llamado a hablar en nombre de las frutas tropicales. Pero esta elevada posición del Coco, sin embargo, también suscita envidias y resentimientos… El ventrudo Tomate, por ejemplo, se puso rojo como un… ¡tomate!

—Yo no les tengo miedo a los Tomates del Norte –dijo, inflamado y brillante–. ¿Qué me dicen con eso? Ellos no pueden ser más colorados que yo. Además, yo no puedo ponerme contra las Manzanas del Norte, porque nosotros, los de la familia Tomate, tenemos un cierto parentesco con ellas. Mi abuelita me contaba que en algunos países nos llaman a nosotros “manzanas de oro”; de modo, pues, que…

—También yo –dijo uno de los Cambures, cortándole la palabra al Tomate–, también yo tengo cierto grado de parentesco con esas extranjeras, por el lado materno, como bien puede verse por mi segundo apellido, pues, como saben, soy el Cambur Manzano.

Unos muchachos que venían de la escuela entraron ruidosamente en la frutería y empezaron a comprar manzanas –¡manzanas del Norte, por supuesto!–. Las acariciaban, las sopesaban, las olían, hasta les daban algún beso o mordisco allí mismo, ante los mismos ojos de Manzanita, como si dijéramos en sus propias barbas. La Manzanita, que se había quedado distraída y pensativa oyendo lo que decían las frutas, como si todo se hubiera arreglado con sólo palabras, volvió a gimotear perdidamente, acordándose otra vez de sus pesares. Entonces se le acercó la Piña y se puso a acariciarla y a mimarla. Pero cada vez que doña Piña le hacía un mimo en la mejilla, Manzanita se escurría un poco hacia atrás, diciendo:

—¡Ay, señora Piña! ¡Ay! ¡Ay!

Pero la Piña no pensaba que esto pudiera ser a causa de las escamas y las sierritas punzantes que la adornan por todos lados, sino que era a causa de la pena que seguía afligiendo a Manzanita, y que a cada instante se le hacía más viva y aguda; y continuaba acariciándola y mimándola. Mientras más ayes lanzaba la pobre Manzanita, más y mejor la acariciaba y la estrechaba entre sus brazos la buena señora Piña, haciéndola gritar más todavía.

Hasta que unas dulces Parchitas se apiadaron de ella y empezaron a decir, para distraer la atención de la Piña:

—Señora Piña… Señora Piña… Oiga lo que dicen los Mangos.

—Pues, ¿qué dicen? –interrogó la Piña, volviéndose.

—Que usted y que es agria…

Esto reavivó inesperadamente el dolor de Manzanita.

—¡Agria la Piña! ¡Ay! –exclamó fuera de sí–. Pues ¿qué no dirán de mí? Y más ahora que han venido ésas, y que todos andan con la boca abierta de lo buenas y sazonadas que son!

—No, nosotros no hemos dicho nada de usted, misia Piña –explicaban los Mangos–. Nosotros somos frutas que venimos de gran árbol, y no nos ocupamos de frutas que viven pegadas al suelo.

—¡De gran árbol! –rió la Piña con sarcasmo–. Pero no estamos hablando de eso, sino de gusto y sabor. ¿Y quién más dulce que yo, cuando quiero serlo? Y no olviden ustedes ¡pegajosos! –añadió levantando la voz– que están tratando con una dama de mucho copete; ¿o es que no lo saben?

El Mango soltó la risa.

—Porque lleva un moño de hojas duras en la cabeza –dijo–, ya se cree dama de gran copete.

—Yo tengo algo que es más, mucho más que copete –se oyó–. ¡Tengo corona!

Todos se volvieron, mirando a la Granada, que llevaba una corona, una verdadera y auténtica corona real, esto era innegable.
—¡Sí! –repitió orgullosamente la Granada–. Llevo una corona de seis picos; por consiguiente, soy la reina de las frutas…

—¿Tú? –gruñó en seguida el Membrillo, como de costumbre tieso y reseco–. ¡Tú, que apenas estás madura y no encuentras quien te lleve, te entreabres ya sola y empiezas a pelarle los dientes a todo el que pasa, a ver si te cogen! ¡Dientona!

La Granada enrojeció mucho al oír tales palabrotas.

La señora Patilla venía acercándose hacía rato, arrastrándose como un morrocoy. Ahora llegaba, e intervino para decir, aunque algo tardíamente:

—Las frutas pegadas al suelo, como han dicho antes esos caballeritos Mangos, y yo en particular, que por mi tamaño y otras cosas puedo considerarme también reina de las frutas…

—¡Ay, Patilla! –susurró la Piña.

—¡La Patilla se cree reina! ¡La Patilla se cree reina! –rieron dentro de un canasto unas niñitas muy traviesas, y que tenían fama de loquillas, las Guayabas.

Ni siquiera reparó en ellas la bonachona y plácida Patilla; pero la Tuna, erizada de pelillos y aguijoncitos, parecía pronta a defenderse y zaherir, a pesar de que nadie estaba metiéndose con ella.
La frutería estaba ya cerrada hacía rato, y todavía hablaban las frutas (como si exhalaran su aroma, cada una el suyo). La Manzanita no durmió en toda la noche. Hasta la madrugada no pudo cerrar los ojos. De modo que, al amanecer del día siguiente, cuando volvieron a abrir la frutería, dormía aún, y soñaba… Estaba muerta. La Manzanita criolla se había muerto de pena y de vergüenza de verse tan chiquita, tan verdecita, tan fruncidita, tan acidita y tan durita. ¡Pobre Manzanita! Y a pesar de todo, tenía buen corazón, sí, tenía su corazón jugoso, tierno, perfumado, ella también, y la prueba es que para hacer dulce era muy buena.

Esto era lo que ahora decían todos alrededor de ella, y la lloraban y la compadecían, la llevaban sobre sus hombros y le ponían flores encima.

La llevaban a enterrar. Pero la que más lloraba en el entierro de Manzanita, la que más triste iba, era la misma Manzanita, que se tenía mucha compasión y se daba una gran lástima. El cortejo pasaba por la falda del cerro, y estaban presentes las frutas más importantes y representativas, todas las grandes frutas. Sólo la señora Patilla, entre éstas, no había podido llegar hasta allí; varias veces lo intentó, pero se vino rodando hasta el pie de la cuesta una y otra vez; allí se quedó al fin, inmóvil, sudorosa, echando la colorada lengua hacia afuera. El lento cortejo subía por la ladera; los pájaros piaban tristemente, siguiéndolo de rama en rama; murmuraban las hojas, alguna se desprendía y venía a posarse en tierra.

La neblina cubría la faz del sol.

Cuando la echaron al hoyo, cerca de un arroyuelo, hubo un formidable estremecimiento. “Seguramente disparan el cañón por mí, o se hunde el cerro” –pensó Manzanita envanecida. Llevó luego la palabra el joven Durazno, amigo de infancia y compañero de juegos de Manzanita, y todos comenzaron en seguida a echarle tierra encima… Manzanita se enderezaba, pataleaba, se empinaba en la punta de los pies; se sacudía la tierra como una gallinita en un basurero. Pero la tierra seguía cayendo a paletadas, y al fin Manzanita quedó tapada.

Cuando ya estaba enterrada, y todos se habían ido cuesta abajo, hacia la frutería otra vez, llegó por entre la tierra oscura y recién removida un gusano, y le dijo al oído a Manzanita:

—¿De qué te moriste, Manzanita, tú tan dura?

—De dolor, señor Gusano, viendo llegar a esas ricas Manzanas del Norte, y que nadie más sentía gusto por mí –contestó ella–. Ni a los niños, ni a los pajaritos, ni a nadie le gustaba ya, ¿para qué iba a seguir viviendo?

—Mira, Manzanita –le dijo otra vez al oído el gusano–, te voy a dar un consejo. Mejor es que no te mueras todavía. Oye lo que te voy a decir: esas lindas manzanas fácilmente perecen aquí, yo lo sé, y te lo digo porque soy tu viejo amigo y porque somos los dos de aquí del cerro.

La Manzanita vio una lumbre de esperanza en aquello que le decía el gusano.

—¿Y crees tú que se van a morir de verdad esas bichas? –preguntó con los ojos brillantes.

—De seguro que sí, Manzanita. Es el calor lo que las daña –explicó el gusano, con aire entendido y científico.

Entonces Manzanita comenzó a escarbar con fuerza la tierra que le habían echado encima, se salió afuera y se vino rodando cerro abajo hasta la frutería otra vez.

Acababan de alzar ruidosamente la reja de hierro que servía de puerta a la frutería (fue éste el estampido que oyó en sueños Manzanita), y todas las frutas lanzaron exclamaciones y gritos de sorpresa al ver entrar tan fresca y ágil a Manzanita.

—Pero, ¿cómo es eso, Manzanita? –le preguntaban todas a la vez–. ¿No te dejamos esta mañana muerta y enterrada?

—¡Ah, sí! ¡Dispensen! –dijo Manzanita, olorosa todavía a tierra–. Pero es que he venido a ver una cosa, una sola cosa no más, y después me voy otra vez; si no es nada, me vuelvo a ir a enterrarme yo misma. Ustedes no tienen que volver a llevarme, ni acompañarme, ni volver a subir el cerro, ni echarme otra vez la tierra encima. ¡Muchas gracias! Yo misma me la echo… ¡Un momento!

Y Manzanita se hizo aún más pequeña de lo que era en realidad, al ver que ya el frutero abría las cajas. Estaba más fruncida que nunca, de miedo y esperanza a la vez, viendo aparecer los rollos de paja y de papel de seda en que venían envueltas las norteñas… Y empezaron a salir manzanas manchadas, o con puntos hundidos y abollados, o ya próximas a descomponerse… Y el frutero estaba consternado; se ponía las manos en la cabeza y hablaba para sí mismo, jurando y maldiciendo; y Manzanita iba al mismo tiempo recobrando ánimos. Al fin ya no pudo contenerse más, y corrió por toda la frutería llevando la noticia. Tropezó con la Lechosa, se montó en la Patilla, dispersó a los Mamones, empujó al Tomate, se hincó en la Piña, resbaló entre los Mangos, le dio un golpe al Mamey y un apretón a la mano de los Plátanos; diciendo entusiasmada:

—¡Están dañadas! ¡En un solo día de gran calor se dañan todas!

Y Manzanita reía; reía y bailaba en un solo pie.

Entretanto, el afligido frutero iba echando en una cesta sus manzanas inservibles, e iba metiendo en la nevera las que todavía estaban sanas, no fueran a perderse también, con el gran calor que hacía. Subida sobre el montón de Cocos, Manzanita se puso a mirar a través del cristal de la nevera; tenía los ojos todavía hinchados y enrojecidos por el llanto.

Miraba a las rosadas y opulentas Manzanas instaladas ahora dentro del frío esplendor de la nevera –entre Uvas y Peras–, como reinas y princesas en el interior de su palacio.

—¡Aquí no pueden estar sino en nevera, y seguro que en su tierra no son nadie! –les dijo, mirándolas de soslayo.

Pero ya Manzanita estaba consolada, y en el fondo de su corazón, ya les estaba perdonando su belleza y su atractivo. Su ira se aplacó inesperadamente… y, en lo secreto y profundo de sí misma, un súbito vuelco se produjo…

—Después de todo –dijo al cabo de un momento, bajándose del montón de Cocos y echando otra mirada a la cesta de las manzanas desechadas–, son frutas como yo, hijas de la tierra y el sol, buscadas por los niños y los pájaros… ¡Perecederas frutas, como yo!
La naricilla estaba todavía lustrosa; la voz, ronca y quebrada por los sollozos. Pero lanzó un largo y hondo suspiro de pena apaciguada… Y como por encanto desaparecieron las huellas de la amargura y el rencor; y se hizo presente aquella pizca de dulzura y de frutal delicia que la Naturaleza misma también puso en la sensible pulpa de que hizo a Manzanita, el día en que la hizo… Y la alegría, la maravillosa alegría de Manzanita, estalló, de pronto, incontenible y desbordante, al sentirse, nuevamente, entrelazada, y en paz, como entre hermanas, con todas las demás frutas del trópico y del mundo…

Y la maravillosa alegría cundió por todos lados; se comunicó a todas las frutas; sus fantásticos colores refulgían, bajo el rayo del sol que las tocaba; se juntaban o se separaban sus formas, con capricho; confundíanse sus aromas en la tibieza del aire tropical. Materialmente fulguraban las Naranjas, como soles echados en montón; bailaban los Cambures, jubilantes; el Aguacate daba traspiés, su cuello largo y retorcido impedíale moverse acompasadamente; la Patilla sonaba a hueco, y se deslenguaba; Nísperos y Chirimoyas y Frutas de Pan saltaban fuera de las cestas y los sacos; los mismísimos señores Cocos Secos se echaron a rodar por aquí y por allá, con sordo ruido, exhibiendo al sol sus largos y duros pelos; y los Mamones, así como las Guayabas y las pequeñas Ciruelas fragantes y coloradas –¡cuándo no!–, aprovecharon también la confusión para ponerse a corretear por el suelo, como ratones, persiguiéndose y jugando, deslizándose entre las Piñas, escondiéndose entre las Lechosas, las Parchas o las Guanábanas. El frutero se afanaba, recogiendo aquí, atajando allá, sin saber qué pensar ni qué hacer ante aquel desbarajuste inusitado… A través del cristal de la nevera, Manzanita se sonreía con las norteñas. El rechoncho Mamey le dio un beso en la frente. El maduro Tomate le echó el brazo. ¡Y hasta las avispas y abejas que merodeaban por allí en busca de dulzores, bailaron frenéticamente unas con otras!

Julio Garmendia

martes, 25 de diciembre de 2012

Feliz Navidad

Bendita sea la fecha que une a todo el mundo en una conspiración de amor. Hamilton Wright Mabi




 


 

lunes, 24 de diciembre de 2012

Campana sobre campana


miércoles, 22 de agosto de 2012

Los Colores de Los Amigos












lunes, 23 de julio de 2012

Un Día muy Especial

Hoy es el cumpleaños de mi hijo Joaquin. Te amo mucho!!


No puedo describir la emoción que siento al tenerte a mi lado. Te Amo Hijo!

jueves, 16 de febrero de 2012

Un Día muy Especial!!

Hoy es el cumpleaños de mi bella hija. Lili te amoooo. Felicidades!




Le doy gracias a DIOS por el hermoso regalo de enviarte a mi vida.